Sobre el periodismo y sus cómplices
Creo que la profesión de periodista es un ejercicio que
debería servir para enaltecer a quienes la practican. Compartiendo información trabajada,
verificada, previamente contrastada, como corresponde, y robusteciendo empatías,
especialmente con los que más lo necesitan. Llegado el caso: cabe actuar de portavoces,
que es un privilegio, de los muchos afónicos que existen en el mundo, estén
donde estén. Siempre en aras, con insistencia, de conseguir una mejor sociedad
que la que tenemos actualmente. Y para ello, es obligatorio cuestionar a quien
se siente en la poltrona.
Con independencia de sus siglas. Y en este campo el periodista, que no el ciudadano, debe ser implacable.
Con independencia de sus siglas. Y en este campo el periodista, que no el ciudadano, debe ser implacable.
Para eso fuimos concebidos, pienso yo, por lo que no hace
falta demasiada entrega, tal como está el patio internacional. No sólo me
refiero al coronavirus que, pasado el tiempo, con todas sus secuelas, será una
incidencia menor si la comparamos con la cantidad de tragedias que acontecen a
diario en este planeta, y que seguirán ocurriendo cuando pase la pandemia. Sin
que a la inmensa mayoría le importe, porque es algo que no sucede a las puertas
de su vivienda. Son cadáveres lejanos, prescindibles. Muertos, muertos y más
muertos. Por hambrunas, por daños colaterales de conflictos bélicos, por adversidades meteorológicas, por travesías suicidas
hacia el supuesto paraíso... Son muchos los dramas cotidianos que están ahí. Y
que los periodistas debemos testificar, con pelos y señales, junto a otras
tantas contrariedades, más comunes, menos evidentes, pero igualmente necesarias.
Con coronavirus y sin él.
Hay colegas anónimos que son muchos, legión abrumadora, que
responden a diario a las cuatro reglas básicas de la profesión, y otros,
unos cuantos, muy pocos, que ejercen de periodistas comprometidos con los demás y que gozan de cierto renombre. Todos ellos tratan de subir a cada
rato el listón de este desempeño laboral. Son los indispensables.
Pero, lamentablemente, también son muchos los periodistas
lacayos, arrodillados, entregados a sus prebendas o sus necesidades puntuales,
ideológicas o no, que aceptan sin más las explicaciones del poder en cualquier
comparecencia. Y las replican, sumándose al mensaje. Son los obedientes al fin,
simples redactores, acomodaticios, asalariados (muy o menos) que toman apuntes
sin más. Nunca reviran; transmiten el recado tal cual. Ya se trate de La
Moncloa de Madrid, el Palacio Nacional de México, La Moneda de Chile o la Casa
Rosada de Argentina, da igual. Tanto monta.
Son colegas serviles, que avergüenzan al resto de la
profesión. Pero se dan por gratificados. En España, estos últimos y sobre todo
los que cubren habitualmente la fuente de presidencia, que se consideran
investidos, son los que más relucen en los medios de comunicación,
probablemente por su vasallaje y las cuatro tonterías que el mensajero del
mandamás de turno les ha compartido mientras paseaban por los corredores de
palacio y que ellos prodigan en sus medios para mantener el estatus. Nada que
pueda inquietar al gran hacedor, porque todo está negociado, sin apalabrarlo.
Pero que les sirve para engordar su famélica columna. Lo más grave: que harán
lo mismo con independencia de quién ocupe el poder. No tienen valores, salvo los suyos.
Envidio pues a los anglosajones que hacen gala muchas veces,
no siempre, cierto, de ese periodismo cuestionador en las ruedas de prensa,
inquisitivo, que no se conforma con la primera, segunda o tercera respuesta del
poder. Que pide más. Y lo demanda expresamente, con nombres y apellidos. Y
busca el encontronazo, entre el periodista y el supremo. ¡Qué estupenda estampa!
¡Única!.
Obviamente, también hay malas yerbas en la parcela anglosajona,
pero observo que hay ahí colegas rebeldes (no sé si por el potente medio al que
representan o por sus principios periodísticos), que persiguen
responsabilidades en las máximas alturas, que escarban, que se empeñan en
controlar al gobierno de turno, sin complacencias: que el mandamás rinda cuentas,
vaya. En resumen, estos colegas que se afanan por controlar al poder y a los
que me sumo, forman parte de esa complicidad social tan necesaria en nuestros
países. Por supuesto, caben las distinciones, porque como periodistas también
cargamos con nuestro bagaje. Y seguro que lo hacemos saber de algún modo en
nuestras entregas, más allá del país en el que obremos, sin faltar a los
principios elementales de la profesión.
Ese periodismo anglosajón, contestatario, que consiste
simplemente en levantar el dedo y revirar e indagar frente al poderoso, lamentablemente
no existe en nuestro entorno ¿iberoamericano?, donde, por lo general, se
practica la obediencia debida; sumisa la mayoría de las veces, consecuente con
nuestra historia, casi siempre doblegados, rendidos de antemano, devotos. ¿Cuarto
poder? Ojalá. Por ahora no lo es. Y así nos va. Entre otras cosas. Pero hay
algo obvio: perdemos socialmente. Siempre.
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