Los jueces también contaminan

La politización del aparato judicial tiene efectos colaterales igualmente perversos, entre ellos la judicialización de la política que se ha puesto en evidencia con motivo del conflicto surgido en Cataluña y el encarcelamiento de algunos de sus líderes más significados, a los que se les imputa entre otros el delito de rebelión por promover el proceso separatista que fue declarado ilegal por los tribunales.

A la luz de los graves acontecimientos a los que ha contribuido con creces el inmovilismo del gobernante Partido Popular (PP), conviene traer a colación que durante la magnificada transición española a la democracia no se procedió, como habría sido deseable, a la depuración de ninguno de los aparatos del Estado franquista (judicatura, policía y ejército) que habían colaborado activamente en el mantenimiento de un régimen dictatorial que se prolongó al menos hasta 1977, lo que sin duda tuvo consecuencias posteriores.

La respuesta desmesurada de la justicia española al reto catalán está teniendo lugar con el concurso de jueces y fiscales que en su gran mayoría son profundamente conservadores, por lo que ni siquiera necesitan ser aleccionados por la derecha que gobierna el país para que interpreten con excesivo rigor las leyes, algunas de ellas fabricadas expresamente por el PP, e impongan sentencias ejemplares a los revoltosos de turno, incluidos los ciudadanos que haciendo uso de su libertad de expresión se atreven a desafinar en las redes sociales a despecho del sistema y son castigados con penas exageradas para el grosor de la falta cometida.

La intromisión de los dos grandes partidos españoles en la designación de jueces y fiscales de máxima graduación ha producido también una judicatura acomplejada que, con sospechosa frecuencia, se ve obligada a reivindicar una independencia puesta en entredicho cada vez que entran en escena las distintas varas de medir y los togados arropan malamente al poderoso.

Los independentistas catalanes están siendo tratados como si fueran criminales consumados cuando no promovieron ni un solo acto de violencia durante un proceso soberanista que, ciertamente, debe ser dilucidado, pero jamás sancionado con tamaña dureza.

El Gobierno de Mariano Rajoy se empeñó en cerrar todas las válvulas de escape a pesar de la presión que se iba acumulando en Cataluña, y apostó desde el principio por la vía judicial y policial para aplacar los ánimos secesionistas, sin ofrecer el menor resquicio político a lo que se ha convertido ya en un problema de dimensiones mayúsculas, que está poniendo en jaque el entramado del país.

A la derecha española siempre le costó resistir la tentación de amordazar al adversario. Y una vez más, no puede disimularlo.

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