Cataluña o la defunción de la convivencia

Si algo tiene de positivo la profunda crisis generada por el proceso soberanista catalán es que ha puesto en evidencia el desahucio de un modelo autonómico basado fundamentalmente en el artificio, porque se fabricó en pleno posfranquismo con el objetivo de anestesiar las inercias nacionalistas en un país de países que se está revelando como un proyecto fallido en términos de condominio.

Con la venia de una oposición socialista y comunista que, consciente de sus debilidades, se prestó al chantaje de un régimen moribundo, España parió tras la dictadura franquista una transición inmodélica que devino con los años en una democracia insuficiente (Navarro dixit), aunque en aquellos momentos de turbulencias bastara para colmar las apetencias, puntuales, de unos y de otros.

En ese entonces había dos opciones: reforma o ruptura. Y se optó por la primera, con todas las consecuencias. Por lo mismo, con un pasado tan anoréxico como el que nos ocupa, no procede de ningún modo reivindicar esta última etapa democrática española como un experimento exitoso. Es sólo una etapa más; sin mayores muletas.

Las identidades sociales no se construyen por decreto. Más bien se edifican en la cotidianidad, en el intercambio de impresiones, en el trueque existencial, al calor de las afinidades que se van descubriendo como tales con el paso del tiempo, mediante el cultivo de complicidades que terminan prosperando, o no, pero con independencia de las demarcaciones territoriales.

La voluntad de cada quien para elegir al colectivo al que quiere sumarse, es un factor indispensable en cualquier convivencia. Y en este sentido, España está más que manca.

Suena a broma que los andaluces pretendan figurar en las grandes ligas autonómicas cuando son el semillero de buena parte de los topicazos españoles, muchos de ellos tan folclóricos como desechables. Pero aun así consiguieron colarse en la primera división descentralizadora, junto a Cataluña, País Vasco y Galicia. Todo un enredo posfranquista.

Me parece muy bien que andaluces, madrileños, extremeños, castellanos o riojanos se sientan españolísimos. Lo que no me parece de recibo es que traten de imponer sus señas al resto de los ciudadanos que compartimos solar peninsular. Solo hace falta leer los titulares de la prensa de estas regiones, nutridas de españolísimos, para que despierte la más pronta de las alergias.

Sobre todo, porque la hispanidad de la que hablamos cuenta con un pasado tenebroso, repleto de sinsabores, explotaciones a mansalva, monarcas tarados, iluminados o distantes, unas cuantas guerras civiles, una derecha autista y antisocial y muchos autoritarismos reincidentes bajo las directrices de una casta que aguanta impertérrita hasta el día de hoy, manteniendo todos y cada uno de sus privilegios. En definitiva, una historia retorcida que se nos muestra salpicada por unos cuantos episodios ejemplares que resultaron frustrados. Mucho.

Esa España remanente es una España abominable; no sólo para los catalanes.

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