El Brasil desmedido

Brasil siempre me ha parecido un país sobredimensionado y con más de un perfil caricaturesco, casi siempre disfrazado de sentidísimo folclore y que no se corresponde con los buenos oficios que le han valido su predominio geopolítico, no sólo en Latinoamérica.
El espectáculo circense que ha ofrecido la Cámara Baja del país sudamericano que aprobó finalmente el impeachment contra la presidenta Dilma Rousseff, corrobora la inmadurez de muchos políticos brasileños que han apoyado con actitudes estrafalarias, cuando no bochornosas, su voto de censura.
Algunos de los opositores están bajo el punto de mira de la justicia brasileña por presuntas corruptelas, lo que hace todavía más esperpéntico su berrinche parlamentario y habla lo suficiente de su estatura moral.
"El domingo desde el inicio del día se produjo un espectáculo más propio de Gran Hermano que de una votación del Legislativo. Los parlamentarios pro impeachment disfrazados con la bandera de Brasil, con bufandas verdes y amarillas y carteles en lo que se leía `Ciao querida´, se amontaban frente al micrófono donde se iban a declarar los votos. Curiosamente ninguno de ellos nombró las acusaciones por las que Rousseff estaba siendo juzgada, basadas en un delito de maquillaje de cuentas para poder recibir préstamos con los que cumplir el gasto social previsto en el presupuesto. Pero lo que sí se escuchó a lo largo de la jornada fue un discurso en el que casi la totalidad de los diputados que votó a favor lo hizo `por Dios y por la familia´. Alguno, en tono exaltado, como si de un mesías se tratara, dijo que había sido `iluminado´ para votar contra la mandataria. El peso evangélico se sintió durante las seis horas de votación en la que el propio presidente de la Cámara de los Diputados, Eduardo Cunha (devoto de esta religión) votó con esta frase: `Que Dios tenga misericordia de esta nación´, para después cerrar la sesión: `agradezco a Dios por una jornada tan correcta´", relata Agnese Marra en publico.es para ilustrar el desvarío parlamentario.
Brasil es un país con enjundia, sin duda. Pero la prepotencia y el ego superlativo de una significativa franja de su población, autoridades incluidas, le restan credibilidad y desmejoran su imagen internacional, sobre todo cuando estos excesos se alían con las supercherías.
Es probable que Rousseff haya incurrido en prácticas inadmisibles y que tenga que rendir cuentas de sus actos; pero la conducta esperpéntica de muchos de sus detractores no contribuye a legitimar una iniciativa de este calibre, por más legal que sea la carga parlamentaria contra la presidenta de Brasil. Habrán vencido, pero no han convencido, ni mucho menos.

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