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Si en este país de países los tribunales actuaran de manera
tan acelerada y expedita como lo han hecho en el caso del concejal de Podemos,
Guillermo Zapata, tendríamos un paisaje justiciero radicalmente distinto.
Más allá del desacierto de los tuits del concejal del ayuntamiento
de Madrid que echó mano del humor negro para bromear de manera improcedente sobre
víctimas de muy diversa procedencia, llama la atención la rapidez y la
contundencia con las que ha actuado la fiscalía para atajar cuanto antes lo que
califica de delito de odio y humillación a las víctimas del terrorismo.
Este sonoro aldabonazo al concejal de Podemos tiene lugar en
un país en el que el grueso de los corruptos y bribones de alto copete campan a
sus anchas, beneficiándose de la indulgencia de un aparato judicial muy
contaminado políticamente y escaso de reflejos cuando se trata de incriminar a
los poderosos.
A pesar de la renuncia de Zapata como responsable de cultura
del ayuntamiento madrileño tras reconocer públicamente los errores cometidos en
2011 con sus insultantes ocurrencias, ha arreciado la campaña mediática en su
contra y se ha agudizado la presión judicial por lo que el concejal, ya imputado,
deberá comparecer ante los tribunales para rendir cuentas sobre su conducta
cibernética.
Los excesos de Zapata en las redes sociales, sin duda
reprobables, son una nimiedad comparados con los mil y un agravios a los que
están siendo sometidos los ciudadanos de estos lares. Claramente desmedidos,
vergonzosamente impunes.
España cuenta con una de las derechas más cavernarias y
reaccionarias de Europa, con una justicia mayormente retrógrada y con cabeceras
mediáticas en manos de grandes bancos y entidades financieras.
A la luz de esta red de intereses es fácil sacar
conclusiones a propósito del caso Zapata que se produce además en el contexto
del ascenso de la izquierda al gobierno municipal de Madrid tras más de 20 años
de hegemonía conservadora.
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