El México incomprensible

A nadie se le escapan los graves problemas que está enfrentando México en los últimos años en materia de inseguridad, crimen organizado y descreimiento ciudadano hacia los políticos y las instituciones del país. Por no mencionar los males endémicos de la pobreza y la enorme desigualdad social.
Y aun así, una de las noticias más ventiladas este 18 de septiembre en las portadas de los medios de comunicación, es el supuesto desaire de la cantante Miley Cyrus a la bandera mexicana con motivo de uno de sus conciertos en Monterrey cuando uno de sus bailarines, según reseña la prensa del país norteamericano, le golpeó el trasero a la muy provocadora artista con el emblema nacional.
México es uno de los países más nacionalistas del mundo, en buena parte por el saqueo de una gran porción de su territorio por Estados Unidos que ejerce todavía hoy una gran presión en su frontera norte.
Sobrarían motivos pues en México para el anclaje soberanista, sobre todo si al robo de la potencia hegemónica añadimos otro extravío significativo muy anterior, como es la pérdida de la condición de imperio mesoamericano de la que México disfrutaba antes de la llegada de los españoles en el siglo XVI.
Una derrota, la de Tenochtitlán, de difícil encaje para cualquier memoria colectiva, sobre todo porque se produjo en circunstancias excepcionales, enrarecidas, con un líder timorato como Moctezuma y con el concurso de indígenas oprimidos por los belicosos aztecas que decidieron luchar junto a los españoles dirigidos por Hernán Cortés, que recién se había doctorado en el arte de la conspiración.
Sin embargo, la reacción ante tamañas adversidades ha sido claramente desmedida.
El sentimiento nacionalista en México se ha alimentado durante décadas hasta la saciedad, con una exagerada sublimación de los símbolos patrios promovida con entusiasmo por las clases dirigentes que buscan quizás incorporar a la galaxia de las emociones esa simetría que nunca ha existido en las calles del país.
El blindaje del nacionalismo que se confecciona desde la etapa escolar con una visión sesgada de la historia, reacia a abordar complejidades, en la que el paraíso indígena limita sin más con el infierno de la conquista española, ha calado muy hondo en la población, incluidos los sectores más vulnerables.
Ni siquiera estamos ante una lectura consecuente, por aviesa que sea, porque el racismo hacia los indígenas está muy vigente en México, mientras se glorifica un pasado precolombino que admite pocos cuestionamientos en el discurso oficial.
Con un pretérito tan desbalanceado, tan manipulado en las aulas, muchos mexicanos asumen a regañadientes un mestizaje cuyas señas de identidad se han debilitado, cuando deberían servir precisamente de argamasa para una proyección menos impostada.
El lábaro nacional y el himno, ambos símbolos intocables y venerados, como la Guadalupana, procuran cierto alivio y cohesión a una sociedad desestructurada, sin origen cierto porque en la práctica se reniega del indigenismo, aunque sea bendecido en todos los textos, sin que el mexicano encuentre acomodo genético.
El laberinto de la soledad, tituló acertadamente Octavio Paz en su enorme metáfora sobre México, un país con un potencial fenomenal pero excesivamente mitificado.
Ojalá que esas energías patrióticas que despuntan en el país latinoamericano a la menor oportunidad, envueltas en un lenguaje tan retórico como aburridor, se emplearan más a menudo en fomentar otras reivindicaciones mucho más apremiantes para un país extraordinario en tantísimos aspectos.

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