A propósito de Crimea

La crisis de Crimea no se resuelve de un plumazo, ni a golpe de bravatas. Su calado es lo suficientemente profundo, guerras coloniales incluidas y mapas convenientemente amañados, como para promover la búsqueda de soluciones que contribuyan a serenar los ánimos y que pongan un alto duradero a la discordia secular.
Sin embargo, una vez más, la mayoría de los medios de comunicación reproducen los titulares más elementales para convertir en folletín una realidad compleja, difícilmente abarcable. No estamos ante una novedad. Todo lo contrario; son excepcionales los conflictos que no se manipulan de manera tan grosera como artera cuando la ocasión lo requiere. Casi siempre.
Otra vez el maniqueísmo ha resurgido a propósito del conflicto de Crimea: Rusia despunta como la potencia voraz y antidemocrática, mientras los países occidentales, abanderados por Estados Unidos, se perfilan como los defensores de la población civil cuyos derechos humanos deben ser salvaguardados ante la embestida de Moscú para anexionarse la península, que en el último de los trasvases fue cedida a Ucrania en 1954 por la antigua URSS y que se encuentra en una zona clave para el abasto energético de occidente.
Ante un entramado de semejante tamaño y con tantos intereses bajo el tablero, cuesta mucho tragarse los sermones de Barack Obama en los que invoca la violación del derecho internacional por parte de Rusia, después de que Estados Unidos haya protagonizado en solitario, cuando no con aliados igual de recalcitrantes, algunas de las intervenciones más vergonzosas de la historia.
Sometida y fecundada a lo largo de los siglos por pueblos diversos, la península de Crimea cuenta con un balance plagado de dramas, vaivenes territoriales y errores garrafales, cometidos fundamentalmente por las potencias de turno en su afán expansionista, por lo que fue siempre presa de una tensión mayúscula, sobre todo por su emplazamiento geoestratégico.
Con un pasado tan traumatizante, su presente no puede estar exento de conflictividad. La lista de los culpables de su aflicción, en mayor o menor medida, es muy extensa y comprende latitudes varias.
Evidentemente, la negociación y el diálogo siempre proceden; son más que deseables. Pero no parece que la mejor forma de impulsarlos sea la de respaldar de manera unívoca a los nuevos amos ucranianos, con biografías tan tenebrosas como las de sus adversarios desbancados, mientras se demoniza al anterior régimen filorruso y se fomentan unas elecciones que nacen desnaturalizadas.
Como botón de muestra de las ansias reconciliadoras del actual Gobierno de Kiev, sirva este comentario del primer ministro Arseniy Yatsenyuk: "Los encontraremos a todos ellos (a los separatistas) -aunque eso tome uno o dos años- y los pondremos ante la justicia. La tierra arderá bajo sus pies". Toda una declaración de intenciones sobre las represalias que unos y otros azuzan sin cesar.
Rusia ha ejercido el poder en su zona de influencia desde que tomó conciencia de que era capaz de desplegarlo sin temor a las represalias; como cualquier potencia que se precie. Y sabe también que en el caso de Crimea su castigo está amortizado de antemano.
Vladimir Putin es un político alcachofa, del que hay que desconfiar, desde luego; pero los que arremeten contra él no son mucho más fiables, lo que debería servir también para que hubiera un mayor empeño en revelar lo que está sucediendo realmente en la península ucraniana, hoy de nuevo en disputa.
Obviamente, a Washington le incomodan los países respondones y con capacidad militar operativa fuera de su territorio, como es el caso de Rusia que además controla uno de los grifos de la energía a nivel mundial.
Los europeos, maniatados desde que renunciaron a tener una casa común, observan con reticencias el referendo separatista de Crimea que les recuerda demasiadas asignaturas pendientes: Cataluña, País Vasco, Bretaña, Córcega, el Véneto italiano o los flamencos de Bélgica, por reseñar algunos de los focos nacionalistas más activos que podrían derivar en una ruidosa traca.
Sin embargo, para personajes como Bernard Henry Levi, cuyos análisis políticos y sociales, faltos de enjundia y rebosantes de tópicos, son cada vez más reaccionarios, resulta incontestable la postura que hay que asumir.
Por supuesto, coincide como un calco con la de aquellos que invocan el derecho internacional cuando les conviene y desprecian el mismo cuando las circunstancias se les atraviesan.
"Para nosotros, europeos de la Europa libre, la línea divisoria está clara. Y esta divisoria nos obliga a tomar partido. Naturalmente, no por un nacionalismo contra otro nacionalismo rival, sino, una vez más, y simplemente, por el derecho de los pueblos a no ser masacrados y contra el de los déspotas a masacrar soberanamente a su propio pueblo", dice el ínclito intelectual francés con un lenguaje propio de la guerra fría y tras analizar superficialmente otros despropósitos planetarios que hay que adjudicar a los mismos que hoy reclaman consenso y apego a la legalidad internacional para impedir el desgajamiento de Ucrania a favor de Rusia.
Ahí está el antecedente de Kosovo, que se independizó a despecho de Serbia merced a una operación internacional prepotente, apartada de la legalidad y que está sirviendo al Kremlin para poner en evidencia el cinismo de Europa y Estados Unidos que sólo se rasgan las vestiduras cuando el viento les sopla en la proa.
"¿Quién tendrá ahora legitimidad moral y política para que se cumplan las resoluciones de las Naciones Unidas si los propios miembros fundadores y con derecho a veto en el Consejo de Seguridad las incumplen y vulneran?", se preguntó el politólogo Ricardo Angoso tras la muy forzada emancipación de Kosovo.
Putin está apostando fuerte en Crimea; y el resto de los actores implicados, sin perder los estribos y aguantando el tirón de la partida, deberían jugar sus mejores cartas que no son otras que las diplomáticas en un planeta que se perfila cada vez más multipolar.


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