Primavera árabe, no; otoño puro y duro

La famosa primavera árabe, jaleada por los países occidentales, está demostrando ser un fiasco allá donde se ha producido, sobre todo en Egipto y Túnez, donde se registra un retroceso en materia de derechos ciudadanos apadrinado por los islamistas más radicales.
Libia tampoco se libra de los muchos despropósitos que se están generando en los países en los que se tumbó a regímenes autoritarios, pero en los que no se ha construido una alternativa liberadora desde el momento en que el pensamiento religioso más reaccionario está determinando algunas de las políticas de las nuevas administraciones.
Siria será el próximo país en el que el islamismo furibundo se acabará imponiendo en los asuntos más cotidianos. Y en buena parte gracias al magnífico apoyo de Occidente que está sublimando, con un cinismo que apabulla, a una oposición que aglutina en su vanguardia a sectores religiosos surgidos del fundamentalismo y que más valdría mantenerlos en cuarentena.
Al Assad no es un buen gobernante; pero muchos de los que le desafían tampoco se distinguen por su bonhomía, con el agravante de que pueden acabar devolviendo a Siria a la edad media a golpe de sharia, que es la principal fuente de legislación en muchos países del área.
En cualquier caso, el conflicto sirio, que tiene una envergadura extraordinaria, está siendo retratado en términos vergonzosamente maniqueístas, con la complicidad de la inmensa mayoría de los medios de comunicación.
La religión no puede contaminar nunca la política, por lo que las creencias deberían mantenerse convenientemente alejadas de los centros de gestión.
Sin embargo, en la mayoría de los países musulmanes, incluidos los que participaron en el timo de la primavera árabe, se está gestando una muy perjudicial simbiosis entre los intereses celestiales y terrenales, con clara ventaja de los primeros.

Comentarios