A propósito de una profesión sobredimensionada

Conviene traer ahora a colación las palabras pronunciadas por Michael Ignatieff, periodista, escritor y ex político canadiense, cuando recibió el premio Cerecedo 2012, sobre una profesión que acumula tantas bondades como miserias, aunque en los últimos tiempos parece que la balanza se está inclinando a favor de estas últimas.

Responsabilizar al poder se supone que es la tarea redentora de los periodistas. El hecho es que no se puede escrutar a gente poderosa a menos que te teman, y por eso, los mejores periodistas son los que saben atemorizar a los poderosos.

Me refiero a los mejores, por supuesto, a los que no tienen miedo. Me refiero también a los pocos que arriesgan su vida por una historia, a los que se ponen del lado de las víctimas, a los que están preparados para morir con ellas si es necesario: las almas valientes -Marie Colvin y Anthony Shadid, que murieron por una historia en Siria-. Los mejores nos redimen al resto, y al tiempo sirven como coartada para lo peor.

La buena conciencia del periodismo es la que habla con sinceridad al poder. Los héroes de la profesión ciertamente lo hicieron, pero a menudo les costó su puesto de trabajo. Por cada corajinoso empresario periodístico, como Katherine Graham del Washington Post, que respaldó a sus periodistas en la trama del Watergate, hay otros muchos a quienes no importa sacrificar a sus periodistas con tal de tener contentos a sus amigos poderosos.

El periodismo se llama a sí mismo el cuarto poder, pero no está para ser árbitro del juego democrático. Es un negocio. Persigue la cuota de mercado más que la verdad. Tiene dueños. Sirve a intereses. Recibe tantos puñetazos como asesta. Agrede a los que están caídos y adula a los que suben. Al periodismo le gusta pensar que revela los secretos de los poderosos, pero también se encarga de proveer obedientemente lo que los poderosos quieren que reciban los crédulos.

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