Males con raíces, profundas
Evidentemente, los múltiples problemas de este país de
países tienen mucho calado y se remontan siglos atrás. Pocas veces las plumas
ibéricas ahondan en ese abrevadero que sigue alimentando al
conservadurismo que todavía nos pesa. Los despropósitos son legión en estas
tierras en las que se ha insistido de manera reiterada en uniformar la
diversidad a despecho de la convivencia. El desapego hacia esa España derechizada,
repleta de clérigos, militares, nobles y lacayos magníficamente remunerados, y
políticos y pensadores rupestres, no anida sólo en los nacionalistas catalanes o vascos.
Somos muchos los ciudadanos de este país que nos sentimos incómodos entre tanto
canto a las esencias hispanas, entre tanta invocación (velada) al nacional-catolicismo que nunca se fue. El artículo que adjunto apunta algunos de los muchos
males acumulados y sobre los que la mayoría, sencillamente, evita discurrir.
Según el diagnóstico del actual ministro de Educación, el rebrote del independentismo catalán ha sido provocado, entre otros motivos, por la enseñanza torcida de la historia que la descentralización educativa ha permitido.
Españolizar a los catalanes o la historia como
adoctrinamiento
Sebastián Martín *
Según el diagnóstico del actual ministro de Educación, el rebrote del independentismo catalán ha sido provocado, entre otros motivos, por la enseñanza torcida de la historia que la descentralización educativa ha permitido.
Los conservadores son muy poco dados a discurrir en términos
materialistas. Cuando una mayoría muestra preferencias contrarias a lo que
ellos consideran el «orden natural de las cosas», suelen achacarlo a un
extravío cultural causado por adoctrinadores indeseables.
Así ocurría a fines del siglo XIX, cuando el movimiento
obrero no cesaba de crecer. Los intelectuales y publicistas conservadores
explicaban por entonces el auge del socialismo como un fenómeno propiciado, en
última instancia, por la ingenuidad y el descreimiento de la plebe, hábilmente
manipulada por unos cuantos líderes irresponsables de magnética oratoria.
Décadas después se hizo patente en España que buena parte de
la sociedad persistía en sus deseos de mayor justicia social en la economía,
menos catolicismo en las instituciones y escuelas y más igualdad entre hombres
y mujeres.
La obstinación de esos anhelos continuaba siendo, para los
prohombres de la derecha, una desviación cultural. Eso pensaba José María
Pemán, para quien los ideales plasmados en la Constitución de la II República
se debían a la influencia de «los hijos espirituales de catedráticos y
profesores que, a través de instituciones como la llamada ‘Libre de Enseñanza’,
forjaron generaciones incrédulas y anárquicas».
Con esta advertencia, recogida en una circular de diciembre
de 1936, se dirigía Pemán, entonces presidente de la Comisión (golpista) de
Cultura y Enseñanza, a las instancias depuradoras para que expulsasen sin
contemplaciones a los docentes de izquierdas. Se trataba de extirpar de la
escuela todo atisbo de racionalismo progresista, para refundarla con arreglo a
los valores del nacionalcatolicismo.
A ello acudió una orden de marzo de 1938, recordando que
«una escuela donde no se aprende a amar a España no tiene razón de existir».
Según el legislador franquista, para inculcar ese amor a la nación –una, grande
y libre– había que recurrir a «la enseñanza de la Historia», inmejorable «medio
de cultivar el patriotismo».
«Así fue en el pasado, así es en el presente», concluía,
lapidaria, la disposición citada. ¿Y así debe seguir siendo en la actualidad?,
cabe preguntarse ahora, después de haber oído al ministro Wert.
De sus palabras se deduce una convicción: los catalanes no
se sienten «orgullosos de ser españoles» por culpa de la historia
(catalanizada) que aprenden en las escuelas. Si este es el problema, la
solución no puede ser otra que imponer en Cataluña la enseñanza de una historia
(españolizada) que sirva para fomentar el patriotismo.
En el planteamiento ministerial, el fenómeno del
independentismo se reduce así a una cuestión de valores y cultura. Sin embargo,
desde una óptica igualmente cultural, el ciudadano debe formularse un
interrogante básico: ¿qué función debe cumplir en una democracia la historia
transmitida en las aulas? ¿Debe ser vehículo de adoctrinamiento nacionalista
apoyado en mitologías sentimentales? ¿O más bien fuente de ilustración crítica
basada en el rigor científico?
Puede intuirse cuál es la historia de España que el ministro
conservador tiene en mente para nacionalizar a los alumnos catalanes. Quizá se
trate de la rancia versión nacionalcatólica que él mismo aprendiera en sus años
de estudiante, aquella de la conversión de Recaredo, la Reconquista, la unidad
nacional recobrada por los Reyes Católicos y el «Descubrimiento» de América.
Un relato elaborado con este patrón españolista no solo
devolvería la enseñanza de la historia a la época franquista, e incluso a la
decimonónica. También la situaría cuatro décadas por detrás de la producción
historiográfica nacional e internacional, algo que solo serviría para hacerla
objeto de sospecha y rechazo, pues no dejaría de sorprender a muchos
estudiantes las divergencias que separarían la versión escolar y la de los
profesionales independientes de la historia.
¿Y qué sostiene esta última versión? Básicamente, que la
historia de España se halla atravesada por un pluralismo jurídico y político
irreductible.
Francisco Tomás y Valiente, en una obra sobre la España del
siglo XVII, trajo a colación una reveladora anécdota al respecto. Fallecido en
1479 Juan II, rey de Aragón, su hijo Fernando le sucedió en el trono. Según
narra el cronista de los Reyes Católicos, algunos consejeros reales
recomendaron entonces a Isabel y Fernando titularse como «reyes e señores de
España». Conscientes de la diversidad de reinos sobre los que gobernaban, ambos
prefirieron presentarse como «rey e reyna de Castilla, de León, de Aragón, de
Seçilia, de Toledo, de Valençia, de Galizia, de Mallorca, de Seuilla», y así
hasta completar todo el mosaico de «reinos, condados y señoríos» que formaba la
monarquía española poco antes de tomar Granada.
Tan abigarrada titulación se mantuvo intacta en lo
fundamental durante los dos siglos posteriores. No debe extrañar el dato. Como
bien ha descrito John H. Elliot, la geografía política de la Europa moderna se
basaba en el modelo de las «Monarquías compuestas», entidades conformadas por
múltiples cuerpos políticos, con sus particularidades institucionales,
jurídicas y culturales.
Ni siquiera tras la Guerra de Sucesión, y el acceso al trono
de Felipe V, feneció este pluralismo. La abierta pretensión del nuevo monarca
de reducir sus reinos «à la uniformidad de las Leyes de Castilla» chocó con la
constitución pluralista de España. Si bien a través de los llamados Decretos de
Nueva Planta (1707-1716) se reforzó el poder real, no dejaron de reconocerse
fueros, costumbres y privilegios a los reinos. Y aunque se eliminaron
instituciones regnícolas relevantes, no se logró fundar un orden uniforme. El
peso de las tradiciones particulares lo impidió, permitiendo solo crear un
entramado institucional híbrido, heterogéneo e igualmente pluralista.
Resulta esclarecedor en este sentido que, ya reinando la
dinastía de los Borbones, los primeros diccionarios de la Academia de la Lengua
(1734, 1780) recojan el término «nación» con el significado de «lugar de
nacimiento» o «colección de los habitadóres en alguna Provincia, Pais ò Reino».
Y es que hasta la revolución constitucional de principios del siglo XIX no
contemplaremos un uso del concepto «Nación española» más próximo a su
entendimiento actual.
Será, no obstante, un espejismo. Justo en las vísperas de la
Constitución de Cádiz, cuando se emprendió la reforma de la antigua Monarquía,
aparece todavía una noción compuesta de la misma, inseparable de los cuerpos
políticos que la formaban. E incluso en la propia regulación constitucional, lo
tratado como «Nación española» era realidad bien distinta a lo que hoy podría
entenderse como tal, pues incluía a «los españoles de ambos hemisferios» y
excluía expresamente a los esclavos.
Habrá que esperar a la década de los 1830 y 1840 para que se
elabore, difunda y comience a generalizarse la concepción esencialista,
uniforme y patriotera de España a la que Wert, probablemente, hace referencia.
Historiadores, intelectuales, academias e instituciones públicas contribuyeron
entonces a forjar esa imagen monocolor, cuyo (estéril) propósito fue dotar de
una base social homogénea a un Estado frágil.
De nacionalizar a los españoles, que se sentían más súbditos
de un monarca, miembros de una confesión y vecinos de un municipio que
nacionales de un Estado, el relato nacionalcatólico pasó a desempeñar funciones
excluyentes de consecuencias deplorables. Desde la Restauración sirvió para
estigmatizar como enemigos a quienes, por republicanos, ateos, separatistas o
izquierdistas, negaban el carácter intangible de los presuntos atributos
nacionales (monarquía, unidad, catolicismo). El golpe de 1936 y la represión
que desencadenó quisieron ser, de hecho, una suerte de «solución final» que
terminase de proscribir a todos estos miembros de «la anti-España», entre los
que destacaban, junto a los comunistas, los catalanistas.
Vistos los terribles antecedentes del canon
nacionalcatólico, muy especialmente sufridos por quienes militaron en el
independentismo, debemos preguntarnos: ¿sobre qué desfasado, anticientífico y
excluyente relato histórico pretende el gobierno fundar el «orgullo de ser
españoles»? Debe advertirse a este respecto que, en una democracia
constitucional, acaso no quepa otro orgullo nacional que el de ser ciudadanos
con sus derechos y libertades escrupulosamente reconocidos y respetados. Y en
cuanto a la enseñanza de la historia, mejor arrebatársela a los nacionalismos
de todo tipo, en cuyas manos se degrada hasta convertirse en manipulación del
pasado para adoctrinamiento y subyugación presentes.
(*) Sebastián Martín es profesor de Historia del Derecho de
la Universidad de Sevilla.
Comentarios