La política, como el pan de cada día: necesaria

Un artículo muy procedente en estos tiempos en los que de una manera zafia e indocumentada se descalifica sin más a los políticos. No todos son iguales, aunque resulte una obviedad tener que remacharlo. Aquellos que desacreditan de un plumazo a todos los que participan en la política, con independencia de siglas e ideologías, destilan un profundo sentimiento reaccionario, por más que se vistan de progresistas.


Elogio de la política frente a los cínicos

Carlos Sánchez (El Confidencial)

Las crisis, como el doctor Frankenstein, producen monstruos. El primero de ellos, por supuesto, se llama desempleo. Pero también degradación de los servicios públicos, insolidaridad y hasta miseria moral. Lo peor de todos nosotros emerge en los momentos más difíciles. Como recordaba amargamente el psiquiatra Viktor Frankl tras pasar por los campos de concentración de Auschwitz, Dachau y Theresienstadt: ‘No fuimos los mejores los que sobrevivimos’. Es lo que tiene la condición humana: el sentido de supervivencia liquida de un zarpazo el siglo de las luces. La razón muere en manos de la pitanza.
Pero hay una aberración mucho más sutil que aflora con fuerza en esta larga e intensa crisis económica. Y que tiene que ver con el propio concepto de democracia. El tiro al blanco contra la clase política se ha convertido en el deporte nacional. No es que se critique su comportamiento, lo cual sería algo más que comprensible y razonable, sino que, con un alegato simplón trufado de un cierto totalitarismo devastador, se pretende socavar los principios de la democracia representativa.

Se trata de un discurso con ribetes autoritarios que echa la culpa de lo que nos pasa a la arquitectura institucional del Estado o a la propia esencia de la política: ‘Todos los políticos son iguales’, se repite hasta la saciedad. Cómo si las decisiones de los gobernantes tuvieran que ver con la existencia de un determinado modelo de organización del Estado o, incluso, con el ADN de quienes se dedican a la cosa pública.

Sin embargo, la corrupción política, la falta de transparencia, las mentiras electorales y hasta la coacción ciudadana canalizada a través de sutiles instrumentos de persuasión colectiva no tienen nada que ver con el hecho de que un Estado sea federal, centralizado o confederal. Cuando se dice que la solución de España es volver a un modelo unitario se cae en la misma falacia que esgrimen los nacionalistas catalanes o vascos: la independencia nos hará libres y prósperos. La semilla de la deslegitimación de todo lo que huela a política está sembrada. Y nadie conoce sus consecuencias si esta crisis se alarga unos años más. O incluso si surgen líderes mesiánicos apoyados por oscuros grupos de presión. Aún se está a tiempo de evitar el descalabro

El problema de fondo de este planteamiento procede de nuestras propias dificultades para entender lo que es una sociedad pluralista que responde a las lógicas tensiones sociales. Probablemente porque España carece de una patria intelectual que nos articule como nación capaz de incentivar el debate público de las ideas, como sucede en los países de más larga tradición democrática. Nos somos capaces de encauzar el conflicto colectivo, inherente a cualquier sociedad avanzada.

España, en su lugar, parece haber abrazado -al menos es lo que se refleja en los medios de comunicación- ideales abstractos en forma de utopías. Cuando la política es, precisamente, como decía Isaiah Berlin, gestionar el conflicto que necesariamente surge entre fines, valores e intereses. Si no hubiera conflicto, sostenía el hombre más sabio de su tiempo, no habría política y viviríamos en la Arcadia feliz. Es evidente que no ocurre eso. Y de ahí la necesidad de salvaguardar el pluralismo como antídoto contra la verdad única. La política no es el problema, es la solución.

La tolerancia con las ideas ajenas, sin embargo, se ha convertido en un espejismo. El sectarismo es la seña de identidad de un país en crisis, lo cual sólo ensancha los problemas. Incluso se desprecia la política y a los políticos. Desconociendo que son necesarios en cualquier sociedad civilizada. Precisamente, para evitar lo que decía Heine: ‘No hay que subestimar el poder de las ideas’. Nadie le hizo caso y un siglo después de que pronunciara esas palabras Europa se llenó de totalitarismos. “Los conceptos filosóficos engendrados en el sosiego del despacho de un profesor pueden destruir una civilización”, sostenía uno de los mejores exponentes del romanticismo alemán.

Ahora no va a suceder eso. O, por lo menos, no lo parece. Con más de 25.000 euros de renta per cápita no existe aquel caldo de cultivo que dio carta de naturaleza a los totalitarismos del siglo  XX. Pero la semilla de la deslegitimación de todo lo que huela a política está sembrada. Y nadie conoce sus consecuencias si esta crisis se alarga unos años más. O incluso si surgen líderes mesiánicos apoyados por oscuros grupos de presión. Aún se está a tiempo de evitar el descalabro.

Desde luego que una buena parte de “lo que nos pasa”, que decía Ortega, tiene que ver con una generación de dirigentes políticos incapaz de entender el tiempo que le ha tocado vivir. Muchos de los problemas actuales derivan de la degradación de viejos problemas que asomaban la cabeza hace un puñado de años y que nadie los atendió.

Si los últimos gobiernos hubieran abordado una reforma de la ley electoral en profundidad, todo hubiera sido diferente; si hubieran cerrado de una vez por todas el Título VIII de la Constitución, el que regula el modelo autonómico, es probable que las tensiones territoriales se hubieran podido canalizar de una forma civilizada. O si se hubieran creado instituciones verdaderamente independientes para advertir al país de que el modelo de crecimiento era insostenible, es muy probable que hoy todo sería muy diferente. Nada se hizo y ya se sabe que los seres vivos, como en el fondo son las naciones, tienden a descomponerse con el tiempo si no se renuevan.

Esta es, en última instancia, el fracaso de una generación de políticos superados por la Historia. Pero una cosa es haber sido autores de un craso error histórico y otra bien distinta el descrédito general de la política -y de los políticos-. Como si ellos fueran los únicos responsables de la crisis. La corrupción política, la falta de transparencia, las mentiras electorales y hasta la coacción ciudadana no tienen nada que ver con el hecho de que un Estado sea federal, centralizado o confederal. Cuando se dice que la solución de España es volver a un modelo unitario se cae en la misma falacia que esgrimen los nacionalistas catalanes o vascos: la independencia nos hará libres y prósperos

También lo son los contribuyentes que trafican con dinero que escapa a la Hacienda pública; los ciudadanos que especulaban comprando y vendiendo pisos; los comerciantes que subían los precios más allá de lo razonable; los banqueros codiciosos cuyo único incentivo era ganar más y más aunque el país se fuera por el sumidero; los profesores de universidad y los economistas que se rompían las manos aplaudiendo a los poderosos, los medios de comunicación vendidos al establishment y muchos otros ciudadanos que nadaron en el cuerno de la abundancia mirando hacia su propio ombligo. El poco castigo electoral que han sufrido en algunas zonas políticos corruptos refleja esa miseria moral en aras del bienestar propio.

La crisis de España una responsabilidad colectiva, y por eso culpar sólo a los políticos de lo que nos pasa es un ejercicio harto arbitrario. No se puede pedir que alguien resuelva nuestros problemas si la propia sociedad es incapaz de organizarse para cambiar las cosas.

Este es, en última instancia, el drama de movimientos como el 15-M o el 25-S, justos y necesarios, como la propia indignación, pero que reflejan un sonoro fracaso para encauzar el debate político mediante propuestas concretas.

Los viejos partidos están ahí (algunos han envejecido prematuramente), y si no sirven lo que hay que hacer es cambiarlos a través de nuevas organizaciones políticas. De nuestros instrumentos de acción ciudadana. De lo contrario, como decía Stuart Mill, “la sociedad quedará abrumada por el peso de la mediocridad colectiva”.

Comentarios