¿Catalonia?

El conflicto suscitado por la frustrada demanda de un pacto fiscal para Cataluña, cuyos partidos nacionalistas están aireando sin complejos sus reivindicaciones independentistas, puede convertirse en una bomba imposible de desactivar si unos y otros se plantan en sus trincheras.
Hay aquí dos asignaturas pendientes. La primera de ellas, de orden tributario. Agobiada por la deuda y la falta de liquidez, Cataluña busca gestionar plenamente los impuestos recaudados en la región, como lo hace ya el País Vasco, en el entendido de que aporta de manera desproporcionada para lo que recibe del Estado.
Es un objetivo alcanzable, si existe voluntad para ello en el gobernante Partido Popular (PP) y las principales fuerzas opositoras. Aunque en mi opinión es ya demasiado tarde para deshacer el entuerto autonómico, cabría hacer un último esfuerzo por dar a Cataluña el trato diferenciado que se le negó en la transición inmodélica, al menos en materia fiscal, sin que ello implique prescindir de la necesaria solidaridad entre regiones.
El otro asunto, el de la autodeterminación y demás anhelos independentistas, tiene mucho más calado porque para contrarrestarlo se necesita reformar la Constitución y avanzar en el modelo de Estado federal que en última instancia terminaría también por ser insuficiente para calmar los ánimos de las dos nacionalidades históricas más pujantes, la catalana y la vasca.
En uno de sus últimos editoriales, el diario El País recomienda menos órdagos y más sensatez. Esta receta procedería si Cataluña tuviera la oportunidad de hacer valer sus señas de identidad por la vía institucional. Pero esa alternativa está vetada, si no se retoca una Constitución que consagra la unidad indivisible de España. Y para ello, habida cuenta de los candados parlamentarios, incluido el respaldo de dos tercios de las Cámaras legislativas españolas, habría que conjuntar las voluntades de cuando menos los dos partidos mayoritarios, que no están por la labor.
El trazado confederal, que nunca se ensayó, es decir, la alianza de administraciones soberanas, en igualdad de condiciones y previo desmantelamiento de la monarquía, se perfila como el único que hubiera permitido el rodaje de este país de países minimizando los sobresaltos.
Pero los dos partidos mayoritarios prefirieron mirar hacia otro lado, mientras ninguneaban realidades palmarias, reforzaban siglas que eran incompatibles y construían santuarios españolistas que se han revelado incapaces de dar cobijo a ese sector de la ciudadanía que se siente estafado por un Estado mezquino.

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