Siempre nos quedarán los mineros
En un país tan desmotivado como España, la gesta de los
mineros contra los recortes y la amenaza de un anticipado desmantelamiento de
sus tajos, resulta especialmente gratificante.
La minería española está en pie de guerra desde hace casi mes y medio contra los
tijeretazos del Gobierno del Partido Popular (PP), que en 2012 reducirá las
subvenciones al carbón en un 64 por ciento, lo que significa la práctica
defunción de un sector histórico.
El plan del Ejecutivo del PP impuesto por la Unión Europea
(UE) y aceptado también por el anterior Gobierno socialista de José Luis
Rodríguez Zapatero, prevé para 2019 el cierre en España de todas las minas de
carbón que reciban dinero público, lo que obliga a una reconversión del sector
que debería ser gradual, pero que se ha acelerado ante el
derrumbe de la economía con el consiguiente efecto traumatizante.
La llamada “marcha negra”, que ha recorrido unos 500 kilómetros
desde las cuencas hasta la capital del reino, y en la que participan un puñado
de mineros que representan al gremio y que no se resignan al desahucio, es una
estampa alentadora para los que pensamos que los ciudadanos deben
participar activamente, a diario y sin excusas, en la defensa de todos y cada
uno de sus derechos, incluidos los menos visibles.
Pocos se han atrevido a cuestionar la protesta minera, a
pesar de que los ecologistas y numerosos expertos consideran contaminante y
obsoleta la industria del carbón. Pero en este caso, la defensa de cada puesto
de trabajo ha devenido en una envidiable metáfora, en una emblemática barricada
en un país de países asolado por el desempleo y en franca retirada social.
Los mineros pertenecen a un colectivo buenamente protestón, y
son conscientes de su condición de clase trabajadora, con un discurso propio y
llegador. No se amilanan en un territorio repleto de sumisos.
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