Tontos solemnes


En este país de países abundan los escritores de pacotilla, cocinados al vapor, que pasan por la literatura de puntillas, pero que sobreviven de las cuatro gotas que destilan sus plumas con el permiso de una audiencia más que blanda. Sobran ejemplos. El último de ellos lo proporciona Marta Rivera de la Cruz, escritora, periodista y finalista del premio Planeta según sus credenciales que se atreve a escribir un texto repleto de tópicos, chascarrillos, frases trilladas y reivindicador de la fiesta futbolera como ejemplo de comunión colectiva capaz de levantar los alicaídos ánimos de un país desfondado. En su arrolladora cabalgata por cuanta cancha se le atraviesa, chulesca ella con teutones e italianos y tras facturar un panegírico de la actuación de la roja en la Eurocopa, la colega cuestiona con su pluma arrabalera a los que amagan con anteponer las estrecheces ibéricas, desfalcos bancarios incluidos, a la catarsis que proporciona el manejo del balón. ¡Que no nos amarguen la fiesta! clama la fan ante tanto cenizo empeñado en recordar las penurias que caen como granizo sobre estos lares, mientras los muchachos de la roja se baten el cobre con su toque imperial. Como otros tantos intelectuales desembozados, burdamente provocadores, la novelista intenta poetizar con ocasión de la última verbena futbolera. Fuera los complejos, parece decir mientras reivindica su derecho a enajenarse con ese derroche de inteligencia, imaginación y saber hacer que se produce cada vez que los 22 de turno deciden rivalizar en un terreno de juego. Siempre me ha parecido un horror la sublimación del futbol de élite, un deporte practicado sobre todo por niñatos privilegiados reñidos en su mayoría con las neuronas, ajenos a cualquier problemática que no incida en el engorde de su bolsillo, como lo demuestran su raquítico protagonismo en las funciones verdaderamente colectivas y su acopio de pieles y marcas mientras medio país se enfrenta a la tiritona. Todavía más: se esfuerzan por no pagar los impuestos de sus suculentas primas en España y prefieren sacar la mayor tajada posible de las ventajas fiscales que ofrecen los torneos internacionales. Ninguno de estos millonarios del césped, con sueldos desorbitados, merece pues la santificación. Menos aún cuando la loa procede de una pluma tan elemental como la que nos ocupa.

   

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