Los insaciables
Este país de países está repleto de personajillos que
consideran más que merecidos sus escandalosos ingresos. Piensan por supuesto
que su aportación a la sociedad es inigualable y que por lo tanto tienen que
ser retribuidos en consonancia con su genio o sus habilidades. Nadie duda de la
calidad de arquitectos como Santiago Calatrava, al que también le asiste el
derecho a aspirar a una existencia digna. El problema surge cuando los
honorarios del arquitecto y de otros tantos profesionales del enriquecimiento,
sobrepasan la frontera de lo razonable para instalarse en el disparate, si
tenemos en cuenta que cientos de miles de pensionistas en España cobran entre
500 y 600 euros mensuales, por no mencionar las legiones de trabajadores
mileuristas, condición por cierto que ha comenzado a cotizar al alza con la
llegada de la crisis cuando hasta hace muy poco era casi sinónimo de indigencia
laboral.
Retomando a Calatrava, resulta que su despacho ha salido al paso de
las críticas lanzadas por Esquerra Unida en las Cortes de Valencia, con una
inefable nota en la que asegura que en todas las obras encargadas por la
Generalitat o sus empresas públicas ha facturado cantidades que "están por
debajo de los porcentajes medios para proyectos similares en otros países"
y, además, considerando que facturaba como arquitecto y como ingeniero,
"los importes son incluso modestos", precisa el diario El País. El comedido
arquitecto valenciano ha cobrado más de 94 millones de euros por la Ciudad de
las Artes y las Ciencias. Pero también se ha embolsado 2,7 millones de euros
por el plan maestro, el anteproyecto y el proyecto básico del centro del Centro
de Convenciones en Castellón, por el que ya había cobrado a finales de 2009 un
total de 2,7 millones de euros, agrega el diario. Cifras todas ellas que
representan un agravio comparativo difícil de digerir, sobre todo en un país
esquilmado. Y que se tornan mucho más insultantes cuando se intentan camuflar
con estadísticas internacionales y voracidades ajenas para hacer alarde de una
contención que nunca ha sido tal. Alegar que cualquiera tiene derecho a
enriquecerse, revela en algunos casos una actitud tan indocumentada como
despreciable; y, en otros, una complicidad delictiva con un sistema que
maltrata a los más vulnerables y excluye a los descamisados a lo largo y ancho
del planeta. No hay enriquecimiento inocente, por más inmaculada que sea la
mano del que ordeña la ubre. La opulencia de unos cuantos no surge del cuerno
de la abundancia; procede sin más de la explotación regulada, constante y en
muchas ocasiones inadvertida, de la mayoría de la población. Y en esta carrera
obscena hacia el vellocino de oro, participan tanto los prebostes como los
ciudadanos comunes, esos inversionistas de pacotilla que durante años especulan
en bolsa con su modesto capital y sus sellos de colección y que se echan las
manos a la cabeza cuando se desfondan después por un traspiés bursátil o una
quiebra inesperada. Pero aún: se manifiestan bajo el disfraz de cándidos ahorradores
defraudados y exigen al Estado que les indemnice, lo que demuestra a las claras
que el comportamiento ruin, insolidario, pesetero, ha calado hondo en muchos
hogares en los que deberían cultivarse otros valores muy distintos a los que se
cuecen en los salones de palacio, las corporaciones y algún que otro despacho
de arquitecto que jamás se da por suficientemente retribuido.
Comentarios