México y sus complejos históricos

Lamentablemente, los arraigados complejos históricos de México siguen impidiendo el progreso de ese país; y no me refiero evidentemente al económico.
El discurso tan obvio como subliminal que provoca en esas tierras, entre otras emociones, la muy extendida percepción de que cualquier pasado fue mejor antes de la llegada de los españoles, lastra al colectivo en su conjunto y retarda buena parte de los necesarios alumbramientos.
Ese complejo de inferioridad que pugna en vano por ganar músculo, recién ha vuelto a aflorar con motivo del conflicto generado por la probable nacionalización de YPF, la filial argentina de la petrolera ibérica Repsol.
Se quejan algunos medios de comunicación de allende el Atlántico, los más elementales, de que España recurra ahora a México cuando (¡oh escándalo!) impidió hace algunos meses que la petrolera mexicana Pemex, que participa de las acciones de Repsol, se hiciera con el control de ésta en alianza con la debilitada constructora ibérica Sacyr.
La forzada comparación entre los dos conflictos es, sin más, fruto de la paranoia; enfermiza. Un recurso habitual de ciertos medios mexicanos, como La Jornada, a los que sólo les salvan algunos de sus brillantes articulistas, y cuyos líbelos se pueden extrapolar a la tremenda izquierda que representa Andrés Manuel López Obrador, ingenioso facturador de una “república amorosa”, basada únicamente en su ímpetu neuronal y que, sencillamente, no tiene cabida entre Estados Unidos y Guatemala, tal como pintan los titulares de hogaño.
Los complejos imperiales de un país, México, que ningunea desde las aulas más párvulas el hecho de que su civilización magnificada, la azteca, se levantara sobre las ruinas de muchas de las tribus que poblaban su ancestral territorio y que fueron sometidas a sangre y fuego por los regentes de Tenochtitlan que, además, alardeaban de sus aficiones caníbales, constituyen una de las más pesadas rémoras de una nación rehén de la mentira aceptada, propagada o, dicho de otro modo, atrapada en su laberinto de la soledad, como sentenció uno de sus mejores retratistas: Octavio Paz.
Nadie exime a España de sus responsabilidades históricas, que son muchas y reprobables, incluida la bestialidad con la que desembarcó en el continente americano y que fue oportunamente denunciada por plumas de la época.
Pero es tiempo de que México se siente en el diván, converse a fondo consigo mismo, haga el recuento de los daños y corrija la muy errada versión de una nación que se quedó anclada en el paraíso destruido por Hernán Cortés, y al que resulta imposible regresar por más esfuerzos que se inviertan en el reciclaje. La excusa perfecta para los políticos miopes y los intelectuales resultones, que son legión. Con un agravante añadido: que la mitad de los genes del México de hoy, proceden del padre del que se reniega odiosamente.
La melancolía inhibe, paraliza, malea, como pocos sentimientos. Y muchos mexicanos la siguen consumiendo a puñados cada vez que se levantan, como si fueran barbitúricos, alentados desde luego por una realidad excesivamente ingrata, que empuja irremediablemente a la reencarnación.
¿Llegará el tiempo de la reflexión cuando se agoten los tópicos? Es una pregunta que habría que hacer al México más patriotero y empecinado, pero también a otros países latinoamericanos que siguen peleando con sus entrañas y que se resisten a asumir que en su interior habitan multitudes. Para bien y para peor.


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