La importancia de llamarse Iñaki

Siempre me he mantenido fiel al espíritu de la república porque me parece que es un buen paraguas político, el sistema que mejor cobija a la ciudadanía en general. Y esta lealtad aumenta cada vez que constato los abusos y trapicheos de muchas familias reales, comenzando por la que se reinstaló en este país de países sin que la calle mediara. Sólo espero que el escándalo todavía latente generado por las andanzas del yernísimo Iñaki Urdangarín, mine seriamente y por extensión la credibilidad de la monarquía española cuyo blindaje, boato y hermetismo escapan a cualquier lógica moderna. Soy partidario de su abolición; pero también soy consciente de que todavía no hay en estos lares suficiente voluntad para desterrarla. Por ello hay que exigir suma transparencia a la casa del rey, fiscalizaciones periódicas y que el Parlamento imponga a los inquilinos de La Zarzuela la misma austeridad que rige en las afueras de ese vetusto recinto. Si Iñaki Urdangarín no perteneciera a la plana mayor, hace tiempo que habría sido llamado por los tribunales para que declarara en calidad de imputado ante el cúmulo de indicios en su contra. Pero la nobleza pesa. Y los allegados del duque de Palma, en vez de ventilar en su momento los asuntos turbios que orbitaban alrededor del instituto Nóos, decidieron hacerse cómplices del cada vez más evidente desaguisado y proteger al personaje que se perfila como un gran estafador, recomendándole la mudanza a otras tierras y sugiriendo silencios mediáticos. Falta por saber en cualquier caso si las trapisondas de Urdangarín constituyen una excepción en el comportamiento de los integrantes de la familia real, incluidos los más destacados. Algo de lo que dudo, sinceramente.

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