La inacabable torre de Babel

Que a estas alturas de la historia democrática sigamos enfrascados con las inmersiones lingüísticas, concretamente en Cataluña, es una constatación de que muchos de los tramos que había que recorrer para normalizar la convivencia en este país tantas veces fracturado, no se han apurado convenientemente. Resulta de justicia que tras muchos años de predominio absoluto del castellano, haya que potenciar las lenguas vernáculas (catalán, gallego y vasco) que, sobre todo durante la última dictadura franquista, estuvieron acogotadas por la presencia de un Estado hipercentralizado y uniformador, malamente jacobino. Caben por tanto la preocupación y los afanes por recuperar plenamente el uso de estas lenguas a todos los niveles en los territorios históricos, sin que ello derive desde luego en menoscabo de los derechos de los castellanoparlantes que allí habitan. La lengua es probablemente la marca más profunda de la identidad de un colectivo y parece lógico que quienes la emplean cotidianamente desde tiempos ancestrales, busquen blindar su permanencia, en especial si constituyen una minoría. El castellano no sólo goza de una excelente salud, sino que su auge se antoja imparable en las dos orillas del océano, aunque sólo sea por razones demográficas. Y por ello no procede el pataleo, casi siempre reaccionario, de quienes advierten de la merma de la lengua oficial de España como consecuencia, en este caso, de la marea catalanista. La convivencia no sólo pasa por el respeto al derecho ajeno; sino también por la aceptación del otro, sin complejos de ningún tipo. Como dice el proverbio, la puerta mejor cerrada es la que se deja abierta.

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