Sobre el 15-M

Tengo enormes reservas a la hora de valorar en su justa dimensión movimientos de este tipo, como el del 15-M, desideologizados, heterogéneos, en los que todos son bienvenidos, desde un joven desempleado hasta un ejecutivo de trasnacional, progresistas, conservadores, anfibios, y que meten en la misma saca a políticos y banqueros que, evidentemente, no son lo mismo. Como tampoco es lo mismo el PSOE que el PP; ni mucho menos, aunque haya muchas iniciativas, actitudes y liderazgos en el partido socialista absolutamente cuestionables. Soy un defensor de la política con mayúsculas. Y creo que no basta con mostrar indignación; hay que instrumentarla, que adquiera cuerpo y consistencia. Que la presión incida realmente en el quehacer social, político y económico. Desde siempre he recelado de los movimientos donde cabe de todo, como en las redes sociales, y que eligen como aglutinante conceptos tan manidos, amables y poco definidores como la democracia, que por sí sola y por muy real que sea, resulta a todas luces insuficiente en un mundo tan cuarteado como éste. Lo más grave, que no proponen una sola alternativa social y económica al actual sistema. Eso sí, consignas muchas de ellas infantiles, cuando no trilladas, y tópicos por doquier, contra todos los responsables visibles. ¿Y qué ocurre con los cómplices invisibles? ¿Qué ocurre con todos los que hemos permitido que con nuestra desidia de décadas, nuestro apartamiento, nuestra falta de crítica y autocrítica prospere un sistema tan disparatado e injusto como el que nos ocupa? Entiendo que estas protestas levanten entusiasmos en un país de países tan pasivo e indiferente como España. Pero de ahí a sublimarlo hay un trecho enorme que yo, al menos, no estoy dispuesto a recorrer.



Ahora nos llega la revolución juvenil, 40 años después que en Occidente y dos meses más tarde que en el mundo árabe
ABC.- JOSÉ MARÍA CARRASCAL
Día 18/05/2011
«ESPAÑA es el país de los frutos maduros», escribía poéticamente Eugenio Montes. Lo que, traducido a prosa, quería decir que hemos llegado tarde a todo. Al Renacimiento, a la Reforma, a la Ilustración, a la revolución industrial, a la revolución agrícola, a la revolución sexual (la revolución política aún no la hemos cerrado) y estamos llegando tarde a la revolución económica. Ahora nos llega la revolución juvenil, cuarenta años después que en Occidente y dos meses más tarde que en el mundo árabe, para vergüenza nuestra, pues la famosa «movida» fue una coña. Pero más vale tarde que nunca y nuestros jóvenes se han lanzado a la calle con pancartas que ponen a caer de un burro a los dirigentes sin excepción y acampan por las plazas mayores de las villas como protesta de lo que está ocurriendo en el país. Pero la primera pregunta que se le ocurre a uno no es ¿por qué lo hacen?, sino ¿por qué han tardado tanto en hacerlo? Sí, ¿cómo es posible que los jóvenes españoles hayan tardado tanto en darse cuenta de lo que les ocurre, con más de un 40 por ciento de paro y escasas posibilidades de iniciar una actividad profesional decente, a no ser que pertenezcan a un partido, lo que de por sí ya es una indecencia?
Aunque la respuesta es fácil: porque, pese a tan malas perspectivas, a los jóvenes españoles no les había ido del todo mal, o al menos eso se creían. Los políticos y la sociedad les había adormecido con todo tipo de estupefacientes, empezando por la poca necesidad de esforzarse en el estudio o trabajo y terminando por aceptar la idea de que, a sus años, lo primero es divertirse, y luego, lo demás. Si encima se tenía garantizada en casa la comida, la cama y la libertad para volver cuando le diera a uno la gana, se comprende que los jóvenes españoles no tuvieran muchas ganas de echarse a la calle a protestar. Suena a crítica a ellos, pero no lo es. Ellos no han hecho otra cosa que seguir las pautas que les marcaban los mayores. Somos nosotros los principales culpables de tanta imprevisión e irresponsabilidad.
Y ha tenido que ser la crisis, la puñetera crisis, la que descubriera la farsa, como el niño que gritó que el rey iba desnudo: tanta tolerancia, tanto consentimiento, tanta indulgencia con los jóvenes era en realidad una trampa que les atraparía de por vida. El «ya tendré tiempo para trabajar, ahora toca divertirme», de moda durante tantos años, se ha convertido en el dramático «aquí no tendré nunca trabajo». Los jóvenes españoles empiezan a darse cuenta de que no tienen futuro, de que son «una generación perdida», como se les definía el FMI de Dominique Strauss-Kahn, otro que tal. Y han empezado a acampar en las plazas públicas, ya no con el botellón, sino con la pancarta. Un poco tarde, como ocurre con todo en España. Esperemos que no demasiado tarde.

Comentarios