El síntoma griego

La aguda crisis que afecta a Grecia está poniendo de nuevo en un brete a la Unión Europea (UE). Y de paso nos sirve para cuestionar la actual arquitectura comunitaria, basada fundamentalmente en los valores del mercadeo. La extrema calentura del paciente griego ha provocado una profunda reflexión sobre las bondades de la unión monetaria que, obviamente, favorecen a los países más sobrados y con la hacienda más ventilada y surtida después de la época solidaria que llevó a los de arriba a acunar a los de abajo. Esa etapa murió. Y con ella cualquier instinto hermanador. Hoy más que nunca, tras el apretón financiero y sin reacciones plausibles, se imponen las cuentas, privadas. Y con ellas la necesidad de purificar al Estado, lo que significa más anorexia presupuestal y más precariedad callejera. Es increíble que, al calor de la afligida Grecia, afloren con fuerza los ayes estructurales cuando apenas hemos avanzado en la comunidad en términos sociales y políticos. Resulta patético que la palabra expulsión se enarbole para amenazar a los socios más incompetentes (macroeconómicamente hablando) de la zona euro, cuando gateamos todavía con pañales y apenas hemos dado los primeros bostezos como colectivo. Un dato suplementario que abunda en las múltiples sensibilidades y velocidades que se están generando a nivel continental con el contento de todos, también en lo tocante al desarrollo social, y que perjudican a los más vulnerables: la UE albergó en 2008 a 85 millones de personas en la pobreza, mientras diez regiones comunitarias superaron los 41 mil euros de renta per cápita. ¿Esta es la Europa desigual, cicatera y cortoplacista que queremos? ¿Esta es la UE a la que aspiramos?

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