La ausente política exterior de la UE

La ausencia (clamorosa) de una política exterior europea está contribuyendo a minar el ánimo de no pocos ciudadanos, ya de por sí desalentados por la falta de un verdadero espíritu grupal y solidario para acometer otras empresas que atañen igualmente a nuestro colectivo. Hasta ahora, ni siquiera el bendito euro ha sido capaz de generar apoyos unánimes en el viejo continente a pesar de que la economía capitalista, en sus múltiples variantes, es la que concita el mayor número de adhesiones por estos lares. Pero existiendo diferencias en este terreno, es sin duda en la proyección exterior de la Unión Europea (UE) donde surgen divergencias sustanciales. Más allá de las reivindicaciones soberanas y patrioteras que se siguen cotizando a la alza en las urnas, con el consiguiente perjuicio para el progreso común y la acción diplomática conjunta, la progresiva vulgarización de la economía está obligando a los dirigentes de uno y otro bando a buscar nuevos caladeros con los que alimentar su discurso. Y la política exterior constituye todavía uno de los escenarios donde los políticos conservan algún que otro margen de maniobra, cierta capacidad de improvisación. Es en esta parcela, y no en la económica que determina casi todas las conductas, donde los políticos pueden todavía airear consignas propias, señas de identidad que se antojan indispensables frente a auditorios cada vez más reacios y ofuscados. Y es aquí también donde los políticos se empeñan mayormente en distinguirse de sus homólogos, incluso de los más allegados con tal de seducir a sus respectivas clientelas. Las últimas crisis internacionales han demostrado una vez más que la UE, como institución, se siente menos incómoda interpretando el papel de comparsa de Estados Unidos, que apostando por una política exterior propia, que se antoja imposible sin que el colectivo se someta previamente a una intensa y prolongada terapia. La muy tocada vanidad de los políticos en un mundo cada vez más economizado y dependiente de las autoridades monetarias y de los inescrutables centros financieros, dificulta también el progreso comunitario desde el momento en que, muchas veces, esta carencia de protagonismo les lleva a la proclamación de independencias fatuas en cualquier tablado que se preste para ello, cuando no a la venta indiscriminada de esas ínsulas baratarias que tan flaco favor le han hecho a nuestras sociedades. Si al enamoramiento soberano y al declive de la autoestima le sumamos alguna que otra objetividad redonda, como el alineamiento de la mayoría de los países recién llegados a la UE con las tesis hegemónicas de Estados Unidos en asuntos exteriores, resulta fácil colegir por qué a los europeos nos es tan endiabladamente difícil ajustar nuestra bitácora de vuelo sin que haya pasajeros que protesten a cada rato.

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