El mito de los TLC

Los Tratados de Libre Comercio (TLC) entre el norte y el sur, que han proliferado sobre todo en los últimos quince años, se encuentran excesivamente sobrevaluados en lo que se refiere a sus prodigiosos efectos terapéuticos, ya que si nos atenemos a las estadísticas comprobaremos que los intercambios comerciales que se realizan a la sombra de estos acuerdos continúan favoreciendo holgadamente a los grandes bloques económicos del planeta.
Los intercambios comerciales sin trabas aparecen como una de las alternativas menos discutidas por los detractores del proceso de globalización, y sus beneficios están siendo continuamente publicitados por los países más desarrollados. Posiblemente, el mapa planetario sería distinto si el comercio entre el norte y el sur se estableciera en términos de reciprocidad y con las debidas garantías para los socios más vulnerables. Sin embargo, partimos de una carencia intrínseca, ya que no pueden existir buenos acuerdos ni dividendos paritarios entre economías tan asimétricas como las que participan en la firma de este tipo de contratos. Por ende, son las naciones más boyantes las que finalmente se benefician con creces de los TLC a los que los países de la periferia se ven obligados a sumarse con tal de no quedarse anclados en la cuneta de la única vía por la que parecen discurrir las bondades multilaterales del sistema capitalista.
Pero además de la asimetría que pervierte el espíritu y la letra de los TLC en su formato actual, existen otros agravantes. Mientras los megabloques exigen a los países del Tercer Mundo que abran totalmente sus fronteras al comercio y acaben con los subsidios oficiales, en Estados Unidos y Europa se sigue practicando una política proteccionista en sectores tan sensibles para los países del sur como el agrícola y ganadero, lo que condena a los débiles a competir en inferioridad de condiciones a la hora de ofertar sus productos. Este hecho diferencial, entre otros agravios comparativos, fue el que dividió dramáticamente a la sociedad costarricense cuando sus gobernantes apostaron por el TLC con Estados Unidos, y el que está avivando las protestas del campo mexicano que se siente vilipendiado a medida que avanza el cronograma del acuerdo comercial que el país azteca pactó con el resto de Norteamérica y que no está reportándole los frutos prometidos.
Por lo demás, la cláusula democrática que suele acompañar estos acuerdos con el fin de garantizar el respeto de los derechos humanos en aquellos países en los que peligran, tampoco es efectiva habida cuenta de que los intereses mercantiles prevalecen en última instancia sobre cualquier consideración de carácter ético. Algo similar sucede con el respeto al medio ambiente. No deja de ser paradójico que Estados Unidos, que obliga a sus socios de los muchos TLC que ha rubricado, a adoptar medidas ecológicas para preservar el entorno, se resista a firmar el tratado de Kioto a pesar de ser una de las principales fuentes de contaminación a nivel mundial.
El libre comercio, en su versión más extendida, se está convirtiendo en una nueva forma de colonialismo. Mucho más sofisticada, ciertamente. Por lo mismo, no podremos hablar de desarrollo global mientras las reglas del juego económico las sigan imponiendo los grandes ventajistas internacionales. Son estas certezas, y otras tantas sospechas, las que han impedido hasta ahora que el Acuerdo de Libre Comercio para las Américas (ALCA), patrocinado por Estados Unidos, haya despegado. Las reticencias de varios de los potenciales socios hacia un acuerdo que nacería descompensado, no son gratuitas. Brasil y Argentina, entre otros renegados, tienen motivos más que suficientes para desconfiar y poner sus recelos sobre la mesa cada vez que Estados Unidos airea los beneficios del ALCA.
Además, en las actuales circunstancias de desaceleración planetaria, existe el riesgo añadido de que los grandes bloques económicos cedan a la tentación de blindar sus economías para amortiguar los efectos de la crisis, lo que seguiría impidiendo la participación comercial de la periferia en igualdad de condiciones. El mantenimiento de las subvenciones en Europa y Estados Unidos de ciertos productos, especialmente agrícolas, es muy probable que perdure a pesar de que constituye uno de los grandes obstáculos para la globalización. Los gobiernos implicados saben muy bien que el fin de las ayudas al campo generaría protestas multitudinarias por parte de los sectores sociales que han sido agraciados durante décadas por estas medidas excepcionales. Y también saben que los agricultores favorecidos representan decenas de miles de votos, que en época de elecciones se vuelven imprescindibles.
Pero con todo, sería un error manifiesto que los países más industrializados perseverasen en estas políticas proteccionistas que han sido denunciadas una y otra vez por los países emergentes en las sucesivas Rondas de Doha, donde bajo el paraguas de la Organización Mundial del Comercio (OMC), se reflexiona a fondo sobre estos y otros asuntos cruciales para el progreso colectivo.
Las reivindicaciones de los países emergentes tienen plena vigencia desde hace medio siglo. Para poner en marcha TLC mucho más equilibrados, hay que eliminar antes los subsidios a la agricultura, avalar sobre el papel un acceso efectivo a los mercados y contemplar las necesidades y las sensibilidades de los socios que se embarquen en la aventura comercial. Sobre estas bases los rendimientos de cualquier TLC serían mucho más justicieros, aunque es muy probable que en esa tesitura Estados Unidos y Europa no estuviesen tan interesados en su promoción.

Comentarios