La urgente democratización policial

El Juez de instrucción número 1 de Elche que investiga la muerte de un inmigrante nigeriano cuando era deportado en avión a su país de origen, ha imputado a los dos policías que lo custodiaban en el momento de su muerte un delito de homicidio imprudente. Según reconocieron los policías durante el interrogatorio, el nigeriano fue amordazado con una cinta adhesiva para que no se mordiera la lengua ni agrediera a un tercero. Resultado: muerte violenta por asfixia, según la autopsia. Lamentablemente, no se trata de un hecho aislado. Cada año se registran en nuestro país numerosos abusos policiales (torturas, malos tratos), que en su mayoría aguantan impunes a pesar de las sistemáticas denuncias de organizaciones tan independientes como Amnistía Internacional. Y se mantienen en el limbo por varias razones. Una de ellas, por el férreo corporativismo que rige en los cuerpos policiales y que estimula muchas veces el encubrimiento en una institución claramente endogámica. Otra de las razones se halla en la indolencia del propio Estado, que prefiere minimizar, cuando no consentir expresamente, los excesos de un cuerpo determinante para el aseguramiento del orden público, lucha antiterrorista incluida, antes que practicar una profilaxis que generaría encontronazos no deseados. La principal causa de que la policía española se desmadre más veces de las aceptables en un sistema democrático, creo que reside en el hecho de que es una de las instituciones, junto a la judicial y la castrense, que escaparon a la catarsis que se produjo en este país tras la muerte del dictador y que se ha prolongado durante los últimos treinta años, ya que sospecho que no ha concluido del todo. La democracia no ha ventilado nunca las recámaras policiales, ni ha hecho mella en algunas de las cabezas más vetustas de ese aparato estatal. En muchas ocasiones, el lenguaje y los modos de las comisarías de nuestro país se hallan más cerca de los que se empleaban en el régimen franquista que de los que se deben estilar en un sistema democrático, quizás porque el entendimiento de la autoridad como un derecho ilimitado, con sus múltiples derivadas chulescas, sigue muy arraigado en el cuerpo y en las mentes de no pocos uniformados. Las democracias, sobra decirlo, no se establecen por decreto. Precisan de abono y de educación, en las aulas, pero no sólo en ellas, para que la sociedad entera vaya madurando buenamente, en un proceso que suele durar decenios y cuyo éxito no está garantizado de antemano. La muerte del nigeriano Osamuyia Akpitaye nos recuerda la imperiosa necesidad de que la policía española asuma realmente su condición de servicio público, a las órdenes de una sociedad abierta, manifiestamente plural. Hay que supervisar rigurosamente todas sus acciones, fiscalizarlas, exigir a los agentes responsabilidades cuando se exceden en su cometido. Y si procede, castigarlos sin el menor remilgo.

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