La muy selecta Iglesia

Que se etiquete de “selectiva” la ley de Memoria Histórica que impulsa el Gobierno socialista, IU y distintas agrupaciones de derechos humanos, es sencillamente un embuste. Pero si además lo hace la Iglesia católica española, el calificativo alcanza el grado de alevosía. Si ha habido en este país una institución que durante la guerra civil y los casi cuatro decenios de dictadura se empleó a fondo en discriminar, maldecir y excomulgar a los enemigos de la santa cruzada, unos cuantos millones de españoles, esa ha sido la Iglesia que representa Juan Antonio Martínez Camino y otros ilustres retrógrados que sin tapujos arremeten contra un proyecto cuyo único objetivo, lejos del revanchismo que se atiza a cada rato para desacreditarlo, es el de rescatar la dignidad de los que fueron tachados de un plumazo de todos los censos del país y enterrados, la mayoría de ellos, en fosas comunes sin ubicación precisa. Su delito: defender un régimen legalmente constituido. La Iglesia que parece haber optado por practicarse el harakiri en tiempos de confusión, despotrica contra la ley de Memoria Histórica, pero batalla en paralelo por la beatificación de los religiosos que murieron a manos del rojerío. Si nos atenemos a esa lectura del conflicto que tanto le gusta a la derecha de que no hubo vencedores ni vencidos y reivindicamos la tan manida reconciliación nacional, habría que convenir que para el éxito del colectivo no procedería jamás la victimización de uno de los bandos, en este caso precisamente el que alentó sin cesar desde los púlpitos el golpismo y el posterior enfrentamiento civil, sumándose luego de manera entusiasta a los que bebieron del fascismo celtíbero para justificar su lucha contra las libertades, el laicismo y el fin de los privilegios. Con su refinado cinismo, los próceres de la Iglesia aseguran que no hay que reabrir viejas heridas. ¿Cómo encajar entonces la entronización, setenta años después, de los religiosos alineados con las fuerzas golpistas? Lamentablemente, la Iglesia católica de nuestro país ha sido una de las instituciones, junto al ejército, la policía y el aparato judicial, que no sufrió purga alguna durante la transición, por lo que su credo profundo ha permanecido prácticamente inalterable. Nunca apostó por la reconciliación, ni siquiera por la democracia, ya que como corporación se mantuvo del lado del dictador hasta bien entrada la transición. Sólo con este trasfondo se explican los exabruptos de Martínez Camino y allegados que, acostumbrados a monopolizar el poder y manipular emociones, berrean cada vez que el Gobierno les recorta presupuestos o prebendas. La definición del Estado español como aconfesional creo que ha sido uno de los mayores errores del partido socialista. No basta con la neutralidad. Hay que apostar de manera contundente por el laicismo y obligar a la Iglesia a que no interfiera en los asuntos públicos. La religión pertenece al ámbito privado. Y una institución eclesiástica, por más feligreses que acumule, no puede contaminar a cada rato con sus proclamas incendiarias. Simplemente, en términos civiles, no representan a nadie. Y por ello, sólo deberían dedicarse a sermonear en los templos.

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