El talante de la Iglesia Católica

La decisión de cerrar la parroquia madrileña de San Carlos Borromeo por ser un nido de herejes, muestra el grado de intransigencia y ranciedad que distingue a las máximas jerarquías eclesiásticas de nuestro país, empezando por el inefable arzobispo Antonio María Rouco. A esta parroquia humilde, ubicada en el popular barrio de Entrevías, se le castiga por intentar aliviar las cuitas de drogadictos, inmigrantes sin papeles y pobres de toda condición. Se les acusa, oh paradoja, de practicar el cristianismo más original, el de esos tiempos tan lejanos en los que se oficiaba la eucaristía sin hábitos y se consideraba consagrable cualquier alimento si con él se procuraba la comunión de los fieles. La parroquia vallecana estaba con los más necesitados, reñida con el boato, la hipocresía y el lujo que caracterizan a Roma y sus sucursales. No entendía el evangelio sin labor social, no entendía la salvación en el más allá si antes no se atajaba el sufrimiento en el más acá. Enrique Castro, Pepe Díaz y Javier Baeza, párrocos de San Carlos Borromeo, desprendidos donde los haya, representan lo mejor de una Iglesia cada vez más degradada y distante. Junto a ellos hay otros tantos clérigos que enrolados en la Teología de la Liberación o en otras corrientes cristianas apuestan decidida y activamente por un mundo más justo, aquí y ahora. “Para ellos (la prelatura) los pobres son los seres más estériles de la humanidad y los que no somos pobres nos podemos salvar haciendo obras con ellos”, ha cuestionado sabiamente el párroco Castro, que lleva litigando con lo peor de El Vaticano desde épocas inmemoriales. Aunque lamentable el cierre de esta modesta pero simbólica iglesia, nada nuevo bajo el sol. La curia celtíbera nos proporciona con demasiada frecuencia espectáculos bochornosos, ya sea respaldando la teoría de la conspiración sobre los atentados del 11-M, ya interfiriendo en los asuntos propios del César, ya manifestándose codo con codo con lo más granado de la derecha española para defender sus privilegios y exigir prebendas que no tendrían razón de ser si éste fuera un Estado laico, y no sólo aconfesional. Muy militante y comprensiva la nomenclatura arzobispal en lo que toca a dineros y poder; pero absolutamente autista, si no represiva, cuando se trata de ofrecer una lectura más colectiva, terrenal y humana del evangelio, que no otra cosa era lo que se hacía cada domingo en la parroquia de San Carlos Borromeo. Espero que más temprano que tarde se acabe imponiendo la secularización, radical, y que a las Iglesias, definitivamente, se les impida algún día en todos los países invadir los espacios que no les pertenecen. Mientras tanto, toda mi solidaridad y afecto para estos buenos párrocos de Vallecas.

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