La disfunción nacional

La utilización de la bandera española y del himno nacional en la última manifestación del Partido Popular (PP), ha dado lugar a un intenso y prolífico debate. Me gustaría participar en él. Para empezar, creo que España es un país invertebrado, que no ha acabado de cuajar a pesar de sus quinientos años de historia como Estado. Y no lo ha logrado por causas múltiples y complejas, pero resulta innegable que las clases dirigentes españolas han tenido una responsabilidad mayúscula en cuanto al deterioro de la convivencia y, muy especialmente, la derecha ibérica que es la que ha gobernado y mandado en este país desde tiempos inmemoriales y de manera mucho más constante, incisiva y prolongada que la izquierda. No basta con la denuncia de los nacionalismos disidentes. Habrá que preguntarse por qué una mayoría de catalanes y vascos se sienten incómodos en el actual escenario. Y las respuestas habrá que buscarlas en los meandros de la historia, y no en la crónica de los últimos treinta años por muy densa que haya sido. Las causas de la desavenencia entre los pueblos ibéricos con una más labrada identidad cultural y el centralismo español, se remontan cuando menos a la pérdida de los fueros vascos (1839) y a la abolición de los privilegios catalanes (1714). Y desde entonces no se ha encontrado una fórmula que satisfaga las expectativas de todos los implicados. A la luz de lo ocurrido en este país durante las últimas dos centurias, no es de extrañar que a catalanes y vascos les cueste identificarse con una causa supranacional que ha provocado muchísimos más estropicios que curas si nos atenemos al balance. A mí me cuesta, y no soy catalán ni vasco. Es un recelo parecido al que exhiben los gibraltareños, que disfrutaron de las libertades cuando en España se sucedían una y otra vez los apagones democráticos y que se ahorraron varias guerras civiles, y que se resisten por lo tanto a abandonar el nido británico. Por lo demás, fueron los conservadores españoles, los militares, la burguesía urbana, los señoritos de distintas latitudes, la iglesia autista en su conjunto, y una retahíla de monarcas mediocres y engreídos, cuando no tarados, los que mantuvieron durante siglos a este país en el letargo político, económico y social del que aún quedan secuelas, aunque no sean demasiado visibles. Basta con repasar cualquier hemeroteca para constatar que la España tantas veces imperial y sublimada por las clases pudientes, era un país empobrecido, instalado en el subdesarrollo a principios del siglo veinte. Por lo mismo, la responsabilidad de la derecha que, insisto, ha acaparado históricamente el poder, es muchísimo mayor que la de la izquierda a la hora de las imputaciones tras el recuento de los daños. En este contexto, la bandera roja y gualda y el himno actuales fueron reivindicados por el franquismo y la derecha política y sociológica que abusó de ellos hasta la saciedad mientras denigraba el lábaro republicano y el himno de Riego y prohibía la lengua y los símbolos autóctonos de vascos y catalanes. Los que padecimos el franquismo, que el PP se niega a condenar en sede parlamentaria, cultivamos una aversión especial hacia ciertos iconos que monopolizó la derecha española en su afán redentor. La convivencia no se puede imponer desde las alturas. Y durante muchos años, en este país, el patriotismo español se impuso por decreto hasta acuñar esa terna (una, grande y libre) que era la mentira más clamorosa de las muchas que se han facturado por estos terruños. Vivimos pues tiempos de rebeldía por parte de una población esquilmada históricamente. Se trata de un pataleo tan procedente como necesario, simplemente porque el sentimiento de pertenencia a un colectivo es un acto voluntario, tan personal como intransferible. Probablemente estemos experimentando ahora la catarsis que nos ahorramos en la década de los setenta con una transición cuyos efectos terapéuticos podrían tener fecha de caducidad.

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