Se fue Pinochet...

Hay noticias que producen desahogo. Incluso noticias fúnebres, como la muerte de Augusto Pinochet. Evidentemente, habrá muchos planetarios que boten al unísono para hacer valer su solidaridad humana, sin mayores matices, y subrayar que todos los fallecimientos deben conmover al personal, más allá de las credenciales del difunto. En mi caso no es así. Y que yo recuerde, no lo es desde los tiempos del dictador Francisco Franco, cuya desaparición celebré con el mismo alivio con el que festejo la partida de este mundo de cualquier indeseable. Y Pinochet fue un tipejo con mayúsculas, soberbio y empecinado, que se ha ido sin el menor remordimiento a pesar de haber firmado con su puño y letra ejecuciones a mansalva después de haber atentado a cañonazos contra un gobierno legítimamente instaurado y para el que sólo tuvo descalificaciones y desplantes durante los años que ejerció de usurpador en Chile. Era un militar de la vieja guardia, dispuesto a echar mano del revólver para que el orden social prevaleciera, incluso en circunstancias de descontento masivo. Y era también un prusiano, un fascista convencido de que a cada caudillo le llega su momento y que es entonces cuando el elegido tiene que imponer su liderazgo y ahuyentar así a los políticos timoratos que las urnas paren con suma facilidad y que ponen en peligro la integridad del país, el bienestar de las clases acomodadas, los valores de la civilización cristiana (tal era la terminología del general) y que se jactan del apoyo de una legión de descamisados maleados por el marxismo y a los que les importa un bledo la patria y sus aledaños. Lamentablemente, Pinochet nunca estuvo solo, aunque el fervor dictatorial de muchos de sus compatriotas habría que tratarlo en un capítulo aparte. Puestos a llorar, prefiero llorar por las ausencias de todos los salvadores allendes que apostaron por la mejora del grueso del colectivo y que fueron tildados de subversivos irredentos. Puestos a llorar, prefiero hacerlo por los tantos paisanos que se fueron de este mundo tras haber luchado denodadamente por la redención de esa mayoría que observa impotente cómo el progreso, hasta el más diminuto, pasa a diario de largo, a un palmo de sus narices. Con sus batallas contra el comunismo, con sus cruzadas contra los dinamiteros de una seguridad nacional convenientemente prefabricada, con sus querellas contra los saboteadores de un régimen que consideraba de su propiedad, enemistado con las más elementales reglas de la convivencia, Pinochet fue un miserable redondo, que ni siquiera se merece que malgastemos el tiempo en facturarle un epitafio hostil. Subrayo íntegramente el comentario de Carlos Slepoy, uno de los letrados que más empeño ha puesto en la persecución legal de los genocidas latinoamericanos. “Es una auténtica vergüenza, un baldón para la Justicia y para los seres humanos en general que un tipo como Pinochet no haya sido enjuiciado, no haya estado preso ni se haya muerto en la cárcel, como correspondía”, argumenta Slepoy. Y yo con él.

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