¿Dónde están los intelectuales?

Cierto que en España nunca han abundado los escritores de largo aliento, ni en la ficción ni mucho menos en la prosa. Salvo unas cuantas excepciones, la mayoría de nuestros insignes literatos han preferido serlo en corto. La cosecha de buenas novelas y ensayos contrasta con la cuantiosa (y excelente) zafra de poemas. Y quizás esta pereza de los letrados tenga que ver con nuestro impetuoso temperamento, con la falta de sosiego que caracteriza a los peninsulares en general y que impide muchas veces que las ideas crezcan y se emparren en la cabeza como es debido. Siempre he echado de menos por estos pagos a los pensadores reincidentes. Y su ausencia es doblemente clamorosa en los momentos clave, ya se trate de los rebrotes nacionalistas, de la guerra en Medio Oriente o de la búsqueda de una identidad continental. Sin embargo, nunca están localizables, por más que la realidad apriete. Todo lo contrario de lo que sucede en países europeos como Francia, Gran Bretaña, Alemania o Italia, o en latinoamericanos como México, Colombia o Argentina, donde las plumas que son necesarias se asoman una y otra vez a diarios y revistas para avivar la polémica o simplemente para dejar constancia de que existen voces acreditadas más allá de los pregones de turno. Y lo hacen a calzón quitado, sin miramientos, atendiendo a sus respectivas preferencias ideológicas, que suelen ser muchas y variopintas. En cualquier caso aportan. Y los lectores salen ganando, y con ellos también la ciudadanía en general porque el reverbero mediático, como el chirimiri, termina calando, aunque no se note. Sin embargo, es muy raro que en España los escritores salgan de sus minaretes y se descuelguen con un artículo o con un ensayo relumbrón que valga la pena, que invite a reflexionar, que estimule a los receptores. Quizás porque les falta instrucción para ello o quizás porque las inquietudes se les acaban a un palmo de las narices; o quizás se deben demasiado a la asepsia como para correr el riesgo de contaminarse sin que nadie les indemnice. El caso es que son muy pocos los intelectuales que, convenientemente apertrechados, salen a escena cuando oyen la primera llamada. La mayoría, la inmensa mayoría de los que manejan la pluma en lo cotidiano y disponen de espacio para ello (no hablo del mundo académico), prefieren la croniqueta, la rabieta chabacana, el costumbrismo ramplón, el chascarrillo ataviado de luces. Probablemente sea su incapacidad para desentrañar la realidad, para rumiarla, la que les obligue a escribir menudencias cuando lo que procede, a tenor de lo mucho que se cuece en nuestro país y en el planeta entero, es plasmar en la cuartilla grandes gestas, narraciones robustas, con enjundia, hechas para espolear al auditorio, bien estructuradas. O quizás sea su amor al pesebre el que impide a estos rentistas de la pluma alejarse en demasía del balneario en el que convalecen desde que publicaron por primera vez y se enamoraron de sí mismos. En cualquier caso andan desaparecidos. Pero siendo grave esta ausencia, lo que resulta verdaderamente penoso es que este vacío de pensamiento esté siendo ocupado por un grupo de sabelotodos que gestionan la actualidad, que mantienen secuestrados los altavoces del país y que son los que verdaderamente (des) ilustran a la concurrencia durante las veinticuatro horas del día.

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