A propósito de Barcelona y del yihadismo...

Es evidente que la religión islámica, sobre el papel, responde a los parámetros de cualquier otro culto vigente, con una gran mayoría que se declara pacífica y respetuosa de las liturgias ajenas. Pero con la llegada del yihadismo, la reflexión está servida: ¿por qué los textos del Corán son capaces de estimular en algunas cabezas y en grado superlativo acciones desmedidas contra aquellos que los más exaltados consideran infieles, después de haberlos emparentado con la decadencia de la moral occidental?

Más allá de las causas sociales, económicas y geopolíticas que alimentan el fenómeno del terrorismo islámico, existe en los yihadistas un detonante irracional, un trabajado sentimiento de superioridad, un ramalazo de intolerancia hacia los que osan mancillar valores expresamente diseñados para su veneración. En definitiva, un cuadro enfermizo.

Me temo que la religión islámica apenas ha evolucionado en los últimos siglos. Y que su dirigencia, lejos de modernizarse, defiende costumbres arcaicas que incluso en las sociedades musulmanas más abiertas resultan lesivas para los derechos de algunas minorías.

En definitiva, pareciera ser una religión inadaptada, extrañamente joven.

Los fundamentalistas se nutren de la lectura interesada del Corán para disfrazar sus propósitos y justificar la implantación de la sharia en las zonas que dominan; estamos ante un ejercicio de interpretación similar al que realizan los creacionistas con la Biblia o los ultraortodoxos con la Torá.

Con una diferencia: que los colectivos cristiano y judío son en pleno siglo XXI mucho más plurales y libertinos que el musulmán, lo que propicia el aislamiento de los extremistas y reprime los impulsos sectarios que caracterizan a cualquier culto religioso.

El matiz es sustancial: los yihadistas han decidido exterminar a buena parte de los apóstatas a quienes consideran los principales culpables del desasosiego del universo musulmán y del ocaso moral de occidente y sus sociedades de consumo, elevadas a la categoría de enemigo genérico.

Por más que los imanes recuerden con insistencia que el Corán no predica el odio, los reduccionistas islámicos se han esmerado en hacer una traducción letal de sus escrituras. Epílogo incluido.

Con ocasión del último atentado terrorista en Cataluña, que se ha cobrado hasta ahora 14 muertos y más de cien heridos, resurgieron los lamentos sin sustancia y los topicazos de turno: demócratas contra terroristas, fue uno de los más recurridos; y simplistas.

Cada vez que revienta la realidad, se produce una ausencia de análisis en profundidad. Y ninguna asunción de responsabilidades en los niveles competentes. Todos consternados por igual.

Los yihadistas tienen un comportamiento patológico, jodidamente patológico. Pero también son enfermos vigorosos, por lo que habría que preguntarse cómo diablos consiguen mantener una salud de hierro en las circunstancias más adversas, en búsqueda y captura y sujetos a la reprobación general.

Es comprensible la indignación que pueda albergar el mundo árabe por las tropelías que históricamente han cometido en su contra las potencias occidentales, sobre todo en Medio Oriente.

La invasión de Iraq en 2003 fue uno de los últimos apretones de tuerca del neocolonialismo y los iraquíes tenían entonces el derecho legítimo de defenderse y ejercer la réplica en el campo de batalla, como corresponde a una situación de guerra.

Lo que resulta improcedente es que ésta y otras afrentas de Occidente sean utilizadas por los yihadistas para revivir las cruzadas en versión doblada, fantasear con el retorno de los califatos perdidos, implantar modelos de convivencia asfixiantes en su propia tierra, arrasar con el arte milenario que no les cuadra y justificar las peores represalias contra la población civil de los países que, en su delirio, consideran cardos y marchitos, poco menos que aliados de satán.

Muchos de estos ciudadanos marcados por los terroristas se manifestaron en contra del allanamiento de Iraq, expresan sus críticas a la política belicista de Israel o, sencillamente, no comparten la conducta de sus gobiernos cuando éstos abrazan el militarismo y recurren a los lugares comunes o a las mentiras para justificar la intervención en aquellos países que contravienen sus intereses geoestratégicos o amenazan con saltarse las reglas del neoliberalismo.

En ninguna plaza existen responsabilidades transversales. Tampoco en Occidente. Son muchos los ciudadanos que están reñidos con sus respectivos gobiernos y que sufren las inclemencias del sistema, por lo que no cabe adjudicar en masa culpabilidades liosas.

La comisión de desmanes internacionales incumbe específicamente a los ocupantes del poder, que en última instancia planean y ejecutan los operativos; por más que hayan recibido previamente el respaldo de la ciudadanía, son ellos los que deciden recorrer el tramo definitivo. Y los que eligen actuar.

Los pleitos civiles exigen siempre respuestas civiles. Y este debería ser un principio inquebrantable, aunque lamentablemente haya quienes antepongan sus leyes divinas al derecho internacional.

Ciertamente, es una tarea fácil manipular el sentimiento de revancha hasta el límite en un planeta tan plagado de injusticias como el nuestro y con tantos bolsones de marginación, desigualdad y miseria.

Por ello, creo que sirve de muy poco el combate frontal contra el yihadismo, si no se endulzan al mismo tiempo sus orígenes y se reciclan a fondo sus caldos de cultivo mediante políticas de rescate tan tenaces como integrales.

También es imperativo que Estados Unidos y sus aliados dejen de recurrir a las cañoneras con la frecuencia con la que lo hacen, resistan el impulso de intromisión y apuesten sin rodeos por una diplomacia desprejuiciada, multilateral, que contribuya con la participación activa de los actores locales a la resolución de los conflictos que implican a los países musulmanes o, en su defecto, que promueva la distensión en algunas de las zonas más encendidas del planeta. Lo que sería mucho.

Sólo así será posible retratar nítidamente a los iluminados, fase previa e inevitable de cualquier proceso de cuarentena.



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